lunes, 28 de noviembre de 2016

Lloro hoy la ausencia del poeta Marcos Ana desde el privilegio de haberle conocido, de Almudena Grandes


España no es país para vivos. Los exasperados ditirambos funerarios que se entonaron en honor de Rita Barberá, me inspiraron la primera frase de esta columna. España es país para muertos, pensaba añadir, pero el jueves por la noche se fue Marcos Ana, y su muerte desordenó mi corazón para inundarlo de orgullo y de tristeza. Si alguien mereció el don de la vida, fue Marcos, un hombre íntegro como una roca, que entró en la cárcel con 19 años, condenado a muerte por un crimen que no había cometido, y salió a los 42 con su amor intacto. Él representó, tal vez, el mayor fracaso del franquismo, porque aquella prisión nunca logró doblarle, ni humillarle, ni arrebatarle la ilusión de la juventud que alentó en su interior hasta el final. Le recordaré siempre como un ejemplo, y no sólo de entereza. Frente a tantos falsos pedestales de heroísmo público o patriotismo privado, relatos modificados a toda prisa para fabricar demócratas entre quienes no lo eran, Marcos escogió caminar por el mundo con los pasos sencillos de un poeta y la curiosidad de quien busca dejarse seducir por las cosas pequeñas. Transparente y leal, cariñoso, tan admirable como su propia historia, últimamente le asombraba su éxito, que tantos jóvenes en España compraran y leyeran sus Memorias, un relato imprescindible para conocer lo mejor y lo peor que puede producir este país. El destino, antes tan cruel, le permitió gozar de la alegría en el último tramo del camino, y él supo estar a su altura, igual que siempre. Cada cual llora a sus muertos como puede, como sabe, como se lo merecen. Yo lloro hoy la ausencia de Marcos Ana desde el privilegio de haberle conocido, desde el compromiso que impone su memoria y desde la tristeza de saber que no volveré a verle sonreír.


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